Imagina el siguiente escenario:

Un niño o niña que crece constantemente lidiando con el rechazo de sus padres, bien sea porque estos no se encuentran físicamente, o porque –a pesar de estar presentes- están enfrascados tanto en otros asuntos que no le dedican el tiempo suficiente en calidad; también puede ser que se trate de padres tóxicos a los que no les interesa el bienestar de su hijo e, incluso, que sean padres amorosos que en algún momento y sin querer, menospreciaron alguna cualidad o habilidad de su vástago.

Cualquiera que haya sido el escenario, termina creando lo mismo: una huella de carencia afectiva. ¿De qué se trata esto? A grandes rasgos, del recuerdo de un evento de rechazo en la vida de las personas y del particular sentimiento relacionado a éste, que a final de cuentas termina reviviéndose con él. Y en especial, cuando somos aún niños, necesitamos encontrar formas urgentes de combatir contra el rechazo de nuestros padres para sobrevivir psíquicamente.

Sin embargo e independientemente de las estrategias que desarrollemos para pelear contra ese monstruo llamado rechazo parental, parece que nunca terminamos por ganar esa guerra. Por ejemplo, algunos niños son inmisericordes con respecto a la idea de triunfo en su desempeño escolar, en la relación con sus hermanos o en sus propias actividades de recreación, con una única consigna: la aceptación paterna.

Pero es aquí en donde nace una paradoja, porque mientras más esfuerzos hacen en esa lucha, parece que más lejos están de ganarla y peor aún, en lugar de intentar algo distinto, sus esfuerzos (que han probado ser ineficientes) se realizan con más empeño que antes, lo que eventualmente termina llevándolos a la frustración.

Cuando esos niños crecen, por lo regular se embarcan en relaciones poco sanas o convenientes,en donde prevalece el rechazo en alguna forma y que les acarrea sufrimiento.

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