La mayor muestra de amor es dejar que la persona amada sea ella misma. También es una enorme muestra de madurez. Y es algo muy difí­cil de lograr ya que nuestra sociedad nos ha programado para la posesión. En una cultura donde vale más quien más tiene, es difícil que no apliquemos ese concepto a las relaciones interpersonales. Entonces nos volvemos posesivos.

Apenas tenemos algo, apenas sentimos que algo es nuestro, nos amenaza el miedo a perderlo. Y mientras más nos apegamos a esa posesión o más amamos a la persona, mayor es ese miedo.

En muchos casos ese miedo a la pérdida se remonta a experiencias pasadas, sobre todo de la infancia, que dejaron cicatrices dolorosas en nuestro cerebro. Se ha visto que las personas que han sufrido pérdidas en su infancia o quienes no han recibido la suficiente atención suelen desarrollar un apego inseguro que las lleva a depender de los demás o a querer controlar sus vidas. Estas personas demandan continuamente atención y no quieren compartir a esa persona especial con nadie más por miedo a que se la roben y desaparezca de su vida, lo cual les hará experimentar los sentimientos de indefensión que sentían cuando eran niños.

Sin embargo, puede haber otras razones para que una persona desarrolle esa relación posesiva. De hecho, la posesividad siempre implica inseguridad y una baja autoestima. Las personas inseguras suelen ser más posesivas porque tienen más miedo a perder lo que han logrado pues, en el fondo, creen que no lo merecen.

El problema es que estas personas, en vez de revisar de dónde proviene esa posesividad, intentan contrarrestar sus miedos e inseguridades con más control.

Hubo una vez un monje seguidor de Buda. El monje solía vagar dí­a y noche en busca de la iluminación. Llevaba consigo una estatua de madera de Buda que él mismo había tallado y todos los días quemaba incienso delante de la estatua y adoraba al Buda.

Un día llegó a un tranquilo pueblo lejos y decidió pasar unos días allá­. Se estableció en un templo budista donde habí­a varias estatuas de Buda. El monje siguió su rutina diaria, así­ que también quemó incienso delante de su estatua en el templo, pero no le gustaba la idea de que el incienso que quemaba para su estatua llegara a las otras.

Entonces se le ocurrió una idea: colocó un embudo delante de su estatua de modo que el olor del incienso solo llegara hasta ella. Al cabo de unos días, se dio cuenta de que la nariz de su estatua estaba negra y fea por el humo del incienso.

Esta sencillo cuento nos muestra lo que puede ocurrir cuando la posesividad nos ciega. De hecho, no es difícil caer en comportamientos similares al del monje y terminar asfixiando a la persona que amamos. Sin embargo, lo curioso del control es que mientras más lo aplicas, más deseo de control tendrás.

Para amar y dejar ser es necesario cambiar nuestra mentalidad.