Martin Seligman, uno de los psicólogos más mediáticos y poderosos de las últimas décadas, cuenta que un día allá a finales de los noventa, siendo presidente de la Asociación Americana de Psicología (APA, esa agrupación de psicólogos americanos que guía nuestras vidas), experimentó una epifanía cuando su hija de cinco años le llamó gruñón. Fue entonces cuando pensó que la psicología se centraba demasiado en el estudio de lo patológico y no en la virtud. Era necesario un cambio de rumbo. Era necesario estudiar las fortalezas del ser humano, su capacidad de adaptación y los beneficios de la felicidad.

Parece un recurso de conferenciante experimentado más que el germen de una corriente pujante como es la psicología positiva. No deja de ser paradójico que sea una niña de cinco años quien modifique el enfoque del académico, y no el peso de la ya establecida corriente humanista o el potente pensamiento posmoderno. Al margen de la anécdota, Seligman pretende un cambio de paradigma integrando elementos de otros enfoques, un envoltorio bonito y mucha coca cola.

El concepto de felicidad ha trascendido el ámbito de la salud y ha inundado el ámbito social, económico e incluso político. Es complicado discernir si Seligman y sus acólitos positivos se apuntaron a un carro que ya estaba en marcha o si fueron el germen de un fenómeno global. Probablemente son procesos que se retroalimentan.

Sin lugar a dudas, Seligman merece respeto intelectual y sus aportaciones son claras. Ha posibilitado la apertura de vías de investigación interesantes y ha traído aire fresco a la rancia psicología moderna. El problema podría estar en la transformación de una corriente psicológica respetable en tendencia o movimiento. En la emoción positiva está la fuerza y es aquí donde encontramos su reverso tenebroso: la interpretación simplista del mensaje, la magnificación de sus implicaciones, la explotación de sus preceptos para la venta de libros de autoayuda y la formación indiscriminada de coaches buenrollistas.

Se da la paradoja de que pretender ser feliz a toda costa podría provocar infelicidad. La necesidad de una actitud positiva o de optimismo en toda circunstancia vital puede provocar culpabilidad ante un estado anímico decaído. Puede ser muy frustrante pretender ser resiliente ante las dificultades, vivir para lograr metas y sonreír cada lunes de nuestras vidas. La felicidad no es algo a perseguir y no debe pasar por la negación o evitación de las experiencias dolorosas. Un problema no es siempre una oportunidad. A veces un problema es sólo eso, un problema. Y para ser conscientes del mismo y resolverlo tal vez debamos experimentar tristeza, rabia o miedo.

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