La puerta del café se cerró tras de mí, dejando fuera el bullicio de la calle. Era mi refugio habitual, un lugar pequeño con luz tenue y el aroma persistente de café recién molido. Me dirigí a mi mesa favorita, junto a la ventana, y saqué mi libro. Más que leer, era mi excusa para no mirar a nadie, para refugiarme en mi mundo. Siempre he sido el tipo de persona que prefiere observar desde lejos.

Estaba a punto de abrir el libro cuando ella entró. Su presencia dominó el lugar desde el primer instante: un andar seguro, un vestido que abrazaba su silueta con gracia y una sonrisa que parecía diseñada para desarmar. Nuestras miradas se cruzaron por un momento fugaz, suficiente para que un calor incómodo subiera por mi cuello. Desvié la vista rápidamente, fingiendo leer, aunque mi mente estaba completamente en blanco.

Unos minutos después, su voz, suave pero segura, rompió el silencio.

—¿Está ocupado este lugar? —preguntó, señalando la silla frente a mí.

Levanté la mirada, algo desconcertado. De todas las mesas vacías en el café, había elegido la mía. Tragué saliva y negué con la cabeza, murmurando algo que ni yo mismo entendí. Ella sonrió con una mezcla de diversión y confianza, y se sentó sin esperar otra invitación.

De cerca, su presencia era casi abrumadora. Su perfume, delicado y envolvente, se mezclaba con el aroma del café, mientras sus ojos, cargados de intensidad, parecían leer mis pensamientos con una precisión inquietante.

—¿Qué lees? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante.

Le mostré la portada del libro, torpe como un niño. Su sonrisa se amplió, esta vez con un matiz que no pude descifrar.

—Pareces alguien que tiene mucho que decir, pero que prefiere guardarlo todo aquí —comentó, señalando su sien.

El comentario me desarmó. ¿Cómo podía saberlo? Me reí nerviosamente, apartando la vista.

—Tal vez —respondí, tratando de sonar despreocupado.

—¿Tal vez? —repitió ella, ladeando la cabeza mientras sus ojos permanecían fijos en los míos.

La tensión entre nosotros era palpable. Antes de que pudiera decir algo más, su mano rozó la mía sobre la mesa. Fue un contacto breve, pero me recorrió como una descarga eléctrica.

—No muerdo —dijo, divertida, aunque su mirada contaba una historia muy distinta.

Intenté responder, pero las palabras no salieron. Ella se inclinó más cerca, su voz apenas un susurro.

—Si quieres algo más que café, encuéntrame en el baño.

Se levantó sin prisa, dejando tras de sí un vacío cargado de promesas. No sé cómo, pero minutos después estaba en la puerta del baño. Entré, y ahí estaba ella, de rodillas, mirándome con una sensualidad que me dejó inmóvil.

No hubo palabras. Su mirada recorrió mi cuerpo, y mientras mordisqueaba sus labios con sensualidad, su lengua rozaba lentamente el inferior, encendiendo cada rincón de mi imaginación. Noté mi erección al instante, y ella también lo hizo. Su mirada descendió hasta mi entrepierna, donde el bulto evidente traicionaba mi pudor.

—Parece que viniste listo —murmuró con una sonrisa traviesa.

Con movimientos firmes y hábiles, desabrochó mi pantalón y dejó al descubierto mi miembro, que palpitaba de deseo. La sensación de sus dedos, cálidos y seguros, recorriendo mi piel me dejó sin aliento. Sacó con destreza un condón, colocándolo entre sus labios antes de deslizarlo con cuidado en un movimiento fluido.

Cuando su boca envolvió por completo mi pene, sentí un placer que me dejó sin control sobre mi cuerpo. Sus movimientos eran precisos, como si supiera exactamente cómo llevarme al límite.

Mientras sus labios trabajaban en mí, Sus ojos se encontraron con los míos, llenos de pasión, mientras su lengua jugaba con cada rincón de mi erección.

El sonido de la chapa del baño me sobresaltó, pero ella no se detuvo. El calor que subía desde mi pelvis era sumamente intenso, y cuando llegó el clímax, fue como un rayo que atravesó mi cuerpo de pies a cabeza. Mis piernas temblaron, y sentí cada pulsación de mi orgasmo como si fuera el primero. Sentí un chorro caliente recorrer mi uretra y salir con tal fuerza que, aunque sé que es imposible, por un momento pensé que se rompería el condón.

Su lengua siguió trabajando hasta que mi respiración se calmó y mi cuerpo comenzó a relajarse.

Con cuidado, retiró el condón, lo ató y lo guardó en su bolso, dedicándome una última mirada cargada de picardía.

—Llevo leche para mi café —susurró antes de besarme con una sensualidad que aún siento en mis labios.

Me guiñó un ojo y salió del baño, dejándome ahí, inmóvil, con el corazón latiendo a mil por hora. Aún voy con frecuencia a ese café, con la esperanza de verla de nuevo, pero hasta ahora no he tenido éxito.